Vanguardia, mercancía y dandismo en Carlos Oquendo de Amat

Adalberto Varallano(de pie) y Oquendo de Amat. Lima 1827.

Punto de vista
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¿Fue Oquendo un dandi? La respuesta variará según interpretemos esta palabra que define tanto una conducta como una estética. 

Nota del editor: Este texto fue publicado en original, en la revista Cuadernos Hispanoamericanos 721/722 julio-agosto 2010 pp. 103-119  Madrid,2010.  

¡Oquendo, Oquendo, Oquendo, tan pálido tan triste

tan débil que hasta el peso de una flor te rendía!

ENRIQUE PEÑA BARRENECHEA

Para Jorge Eslava en Lima

y Cynthia Vich en Nueva York.

1Para Alberto Martín,

quien me llevó a Navacerrada.

 

Vanguardia, mercancía y dandismo en Carlos Oquendo de Amat

Por: Eduardo Chirinos (Perú)


oquendodeamatReleyendo mi viejo ejemplar de los Pequeños poemas en prosa 
(una amarillenta edición argentina traducida por Anselmo Jover) vuelvo a los placeres de la paradoja. Aunque muchas veces lo parezcan, las que ofrece Baudelaire en este libro casi nunca son superficiales sino más bien iluminadoras, diría incluso hasta ejemplares. En el poema «La soledad», por ejemplo, propone una calculada diatriba contra un periodista filántropo que se apoya en los Padres de la Iglesia para asegurar que «la soledad es mala para el hombre». Luego de reconocer que «el Demonio frecuenta gustoso los lugares áridos, y que el Espíritu de asesinato y lubricidad se enardece maravillosamente en las soledades», Baudelaire saca las garras y acusa al periodista de ser un envidioso que desea compartir sus goces cuando él lo desprecia (1941, 69). Como si lo necesitara, Baudelaire se apoya en Pascal y La Bruyere para clavar el dardo en aquellos que no saben quedarse en su habitación «y corren a olvidarse entre la multitud, temerosos, sin duda, de no poder soportarse a sí mismos» (1941, 70). Esto no tendría nada de particular si treinta páginas antes Baudelaire no hubiera ofrecido una inteligente y abrumadora defensa de la muchedumbre: «No a todos les es dado tomar un baño de multitud. Gozar de la muchedumbre es un arte. Y ésta sólo puede ofrecer, a expensas del énero humano, una orgía de vitalidad, a quien un hada ha insuflado en la cuna la afición al disfraz y a la careta, el odio al domicilio y la pasión del viaje» (1941, 33). El lector está en su derecho a preguntarse si se trata de los mismos solitarios cuyo goce consiste «en saber quedarse en su habitación», y de la misma muchedumbre «a las que corren aquellos que no pueden soportarse a sí mismos». La respuesta la ofrece el mismo Baudelaire, en quien adivinamos -además de un reclamo al derecho de contradecirse-, la intención de ofrecer veladamente una poética: «Multitud, soledad: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. El que no sabe poblar su soledad, tampoco sabrá estar solo entre una multitud atareada» (1941, 33). 

¿Qué me condujo a releer y comprobar esta paradoja? como suele ocurrir en estos casos, otra relectura: la de los 5 metros de poemas de Carlos Oquendo de Amat, y la de sus biógrafos Carlos Meneses (Tránsito de Oquendo de Amat, 1973) y José Luis Ayala (Cien metros de biografía, 1998). Los veinticinco años que median entre ambas biografías se diluyen si reparamos en los lugares donde fueron concebidas: España y Puno. La coincidencia entre lugar de muerte y lugar de nacimiento no es azarosa, pues compromete el entorno vital de los autores y une simbólicamente los cabos existenciales de Oquendo.1 Si bien ambas contribuyen a resolver interrogantes que siempre han obsesionado a los lectores, su mayor mérito reside en alimentar el poder de seducción que ejercen el personaje y su obra: a cien años de su nacimiento (y casi setenta de su muerte), el muchacho que frecuentaba las tertulias de Mariátegui y leía con devoción a Marx y a los surrealistas, el misterioso provinciano que se alimentaba con pan de punta y se vestía como un dandi nos sigue ofreciendo paradojas tan iluminadoras y ejemplares Como las de Baudelaire. 

Esta relectura contó con dos claves igualmente heterogéneas en las que quisiera detenerme para la interpretación del personaje Oquendo y vincularlo con la mercancía y el dandismo. La primera es un hallazgo de Walter Benjamín, quien supo ver las correspondencias entre el pensamiento de Marx y las intuiciones de Baudelaire. En las páginas dedicadas al flaneur, Benjamín transcribe estas palabras de Marx que se adelantan de manera sorprendente a las especulaciones de un Pessoa o un Machado:

El poeta disfruta del privilegio incomparable de poder ser a su guisa él mismo y otro. Como las almas errantes que buscan un cuerpo, entra, cuando quiere, en el personaje de cada uno. Sólo para él está todo desocupado; y si algunos sitios parece que se le cierran, erá porque a sus ojos no merece la pena visitarlos. (Citado por Benjamín, 71)

Benjamín vincula estas reflexiones con el estatuto de la mercancía, y llega a proponer la idea de que la embriaguez con la que el flaneur se entrega a la multitud equivale a la de la mercancía «arrebatada por la rugiente corriente de los compradores» (71). No es difícil enunciar las consecuencias que se desprenden de estas reflexiones: el poeta moderno (y no solamente su obra) puede ser susceptible de ser también una cosa intercambiable, es decir, una mercancía. En el comentario de Marx, esta suerte de cosificación es explicada como una «broma» según la cual si la mercancía tuviera un alma, «ésa sería la más delicada que encontrarse pueda en el reino de las almas». Benjamín se apresura a explicar esta «broma» diciendo que la presunta alma de la mercancía «debería ver en cada quien al comprador en cuya mano y a cuya casa quiere moldarse» (71 ). La segunda clave se relaciona con la venganza que llevan a cabo los objetos una vez que son rebajados a rango de mercancías.

No me refiero al poder mágico que gozaban en las sociedades ágrafas (Lévi-Strauss nos ha enseñado la impropiedad de llamarlas «arcaicas»), sino al oscuro y temido poder que manifiestan en las sociedades industriales. Cualquiera de nosotros podría suscribir la sorpresa de Sir Samuel Baker cuando escuchaba anunciar en un mercado de Nyoro en Uganda (que bien podría ser un mercado de las comunidades andinas) «¡Se vende leche por sal! ¡Se cambia sal por puntas de lanza! ¡Café barato por perlas rojas!».2 La ausencia de lo que Marx llamaba «equivalente general» nos hace pensar en lo que ocurriría si los propietarios de sal desearan perlas rojas y no leche: acostumbrados a ver en el dinero el supremo «equivalente general», nos cuesta trabajo moldear nuestra percepción a otros tipos de intercambio donde el valor de la leche se encuentra regulado por el valor de la sal. Una sorpresa semejante ocurre cuando el objeto decide vengarse de su reducción a mercancía demostrándonos que tiene un «alma». No se trata, naturalmente, de una vuelta a una concepción animista de los objetos, sino de observar en ellos conductas que continuamente nos interpelan. Benjamín observó ese fenómeno en las caricaturas de Jean Ignace Isidore Gérard (más conocido como Grandville) y señala que su tema secreto no es otro que «la entronización de la mercancía y el fulgor de disipación que lo rodea» (Benjamín, 180). De modo más específico, Giorgio Agamben compara las visiones fantasmáticas de Grandville con la «animación de lo inorgánico» experimentada por El Bosco en los mercados de Flandes en el alba del capitalismo, y explica el desasosiego que esos dibujos le producían a Baudelaire como una revelación de «los temores inconf es ad os de los lectores» (Agamben, 94 ). 

¿Por qué podrían producir temor esos botines que obstinadamente deciden quedarse en los pies, esos caños que gotean y no logran cerrarse, esos paraguas que de pronto se vuelven del revés? Agamben ve en dicho procedimiento la «cifra de una nueva relación entre los hombres y las cosas» (93). «En la pluma de Grandville -explica Agamben- los objetos pierden su inocencia y se rebelan contra el hombre con una especie de deliberada perfidia. Tratan de sustraerse a su uso, se animan de sentimientos e intenciones humanas, se vuelven perezosos y descontentos y el ojo no se asombra de sorprenderlos en actitudes silenciosas» (94). Un lector atento habrá advertido un procedimiento semejante en las imágenes que pueblan los 5 metros de poemas. Sólo que en este caso, la modernidad de Oquendo (y en esto se distancia de los vanguardistas europeos y su legión de imitadores) lidió con los rezagos de una concepción naturalista de los objetos, propia de su entorno original andino, y con una simpatía manifiesta por los objetos convertidos en mercancías. Todo en los poemas de Oquendo parece estar vivo, tocado por una gracia semejante a la de los cartoons de los que Grandville fue precursor. Jannine Montauban ha observado que, a diferencia de los futuristas, Oquendo «no sacraliza las instituciones ni los artefactos de la modernidad; tampoco comete la ingenuidad de cantar los automóviles de carrera como si fueran el claro de luna: su sistema es el de humanizarlos o naturalizarlos humorísticamente» (75). Acto seguido -ofrece algunos ejemplos:

Todas las casas son cubos de flores («Film de los paisajes») 

Las cúpulas cantaron toda la mañana ( «Amberes»)

Los navíos educados / regresan a sus nidos» ( «Amberes»)

Pero señala que lo contrario también ocurre: los fenómenos naturales aparecen como consecuencia de un proceso industrial («para ti la lluvia es un íntimo aparato para medir el cambio»), como excreciones de los artefactos modernos («Las nubes son el escape de gas de automóviles invisibles») o como equivalentes de las funciones propias de control urbano («son ramos de flores todos los policías»). En la misma línea, Raúl Bueno observa que en los poemas de Oquendo la realidad natural y cultural «se proyectan e invaden mutua y fraternalmente» (Bueno, 127). Cabría preguntarse si esa mutua proyección no responde, también, a un deseo de reificar los efectos negativos de una cultura que tiende a convertir el más mínimo elemento natural en mercancía. La puesta al día de la contemplación amorosa que lleva a cabo «poema» parece renunciar a todo romanticismo para favorecer su irónica inclusión en la cultura de la mercancía:

Para ti
tengo impresa una sonrisa en papel japón

Mírame
que haces crecer la yerba de los prados

Mujer
mapa de música      claro de río     fiesta de fruta

       En tu ventana

cuelgan enredaderas de los volantes de los automóviles
y los expendedores disminuyen el precio de sus mercancías

       d é j a m e q u e  b e s e  t u  v o z

                                               Tu voz

QUE CANTA EN TODAS LAS RAMAS DE LA MAÑANA

Bien leído, «poema» propone nada menos que la dignidad literaria que obtiene un artefacto moderno al dejarse vencer por el poder de la naturaleza, y la cualidad hiperbólica de una contemplación capaz de influir sobre decisiones tan impersonales y deshumanizadas como las que rigen los precios del mercado. Pero -y aquí salta la pregunta-, el hablante y su discurso (titulado, precisamente «poema») ¿no se proponen también como mercancías dispuestas a abaratarse para ser adquiridas por su objeto de contemplación y convertirlo de este modo en sujeto? En un acto supremo de enajenación amorosa el mismo hablante que ofrecía una sonrisa impresa en papel japón, termina introduciéndose en la corriente del mercado para ofrecerse (junto con su propio poema) como una mercancía deseosa de ser adquirida por esa mujer cuya voz «canta en todas las ramas de la mañana».

La magia de los tropos de Oquendo responde a la misma sorpresa de Marx cuando nos hizo conscientes del hecho «casi mágico» de que un par de botas podía ser intercambiado por dos varas de lienzo. En este «tropo de intercambio» -donde el valor de una mercancía se expresa en el valor de uso de la otra- se expresa la infinitud de las correspondencias que sorprendieron a Baudelaire en la Exposición Universal de París y al mismo Oquendo en los mercados de Lima.3 La libertad de sus imágenes le debe tanto a la lección surrealista como a la lectura de Marx, pues todas ellas (desde las más lógicas hasta las más. irracionales) reproducen el movimiento de las cosas una vez que son transformadas en mercancías y se abandonan al capricho de su valor de cambio. Este movimiento es presentado en 5 metros de poemas como una suerte de romantización irónica que denuncia la mala conciencia del hombre moderno ante los objetos. Una imagen como «El tráfico / escribe / una carta de novia» («Nueva York»), además de aludir a la circulación de vehículos en las cosmópolis modernas, alude a la circulación de mercancías a la que se halla sujeta incluso una «carta de novia», la misma que será arrojada (como cualquier objeto literario) a la compleja red del mercado donde la aguardan sus compradores-lectores. De ese sustrato económico que sustentan sus imágenes surgió en Oquendo la conciencia de ser un productor cuyas condiciones de sobrevivencia no diferían mayormente de las de cualquier proletario de la incipiente industria nacional.

sombrero¿Fue Oquendo un dandi? La respuesta variará según interpretemos esta palabra que define tanto una conducta como una estética. El propio Benjamín fue muy consciente de la atracción de Baudelaire por el dandismo, al que consideraba «el último resplandor del heroísmo en la época de las decadencias». Con rebuscado anacronismo, Baudelaire se complacía en advertir modelos de dandismo en la antigüedad clásica («César, Catilina, Alcibiades, nos ofrecen tipos deslumbrantes») y se deja fascinar por la existencia de un cierto tipo de dandi encontrado por Chateubriand «en los bosques y en las riberas de los lagos del Nuevo Mundo» (1999, 377). Tal vez quería otorgarle una cualidad transhistórica y, por lo mismo, común a todas las sociedades; pero será de nuevo Benjamín quien aclare la «signatura histórica» del dandismo, precisando que se trataba de una creación inglesa:

En manos de las gentes de la bolsa londinense estaba la red comercial que abarcaba todo el globo terráqueo; sus mallas percibían las contracciones más variadas, frecuentes e insospechadas. El comerciante tenía que reaccionar ante ellas, pero no hacer de sus reacciones un espectáculo. Los dandis adoptaron para la puesta en escena por su parte la oposición que en él se producía (116).

Vistas estas consideraciones, podría parecer hasta escandaloso sugerir dandismo en Oquendo, cuya limpieza de espíritu lo libraba de las tentaciones a las que sucumbió, por ejemplo, Abraham Valdelomar, cuyo solitario y exigente programa fue precisamente irritar lo más posible a su público.4 Quedan, sin embargo, algunas preguntas por resolver: ¿cómo conciliar el perfil bajo de Oquendo en el que tanto insisten Meneses y Ayala con su necesidad de «andar siempre bien trajeado»? El primero menciona a Rafael Méndez Dorich, quien alude a su «vanidosa elegancia» y se pregunta, no sin cierta malignidad, «¿Cómo podría usar ropaje elegante viviendo como vivía en la más triste pobreza?» (44). Meneses cita otro testimonio: una foto grafía enviada desde el Perú por el doctor José Varallanos. La fotografía está fechada en mayo de 1927 (el mismo año de publicación de los 5 metros de poemas), y la acompaña el siguiente comentario: «Están Carlos Oquendo de Amat -dentro del auto- y mi hermano Adalberto, el de bastón, y afianzado al estribo del automóvil. Como podrá usted apreciar se nota, muy claramente, la faz de Oquendo, quien, pese a no tener suficientes monedas, andaba siempre muy trajeado, y casi siempre con una flor en la solapa» (55). Ayala menciona también el testimonio de su primo Humberto Eduardo de Amat, quien, sin proponérselo, pone en evidencia la aparente contradicción entre los princ1p1os sociales de Oquendo y su aspiraciones elegantes de joven pobre. Vale la pena citarlo in e:xtenso: 

"Fue José Carlos Máriátegui quien desde un principio alentó y colaboró en la edición de su libro, yo no simpatizaba ni simpatizo con los izquierdistas, pero me contó el doctor Enrique Encinas, que Carlos logró financiar en parte su libro, que al no poder retirar la edición total, los hermanos Mariátegui decidieron entregarle los libros que aún quedaban en la imprenta. Carlos recibía el apoyo económico de su tío Belisario Machicao quien generalmente lo llevaba a una sastrería para hacerle hacer sus ternos. Curiosamente a Carlos le gustaba vestir a la moda, siempre como un poeta, como un dandy, un Palé, un hombre distinguido, primero sus ternos eran de color negro, después pasó a color plomo, luego a azul, un tiempo tenía ternos de color blanco y para viajar a Puno le hizo hacer un hermoso pantalón plomo» (Citado por Ayala, 171).

Tanto Meneses como Ayala intentan una explicación a tono con su dignidad personal y el natural rechazo a la compasión ajena. Pero será Meneses quien roce con mayor agudeza un esquema de explicación: «Creo, sin embargo, que la elegancia en este caso no debe tomarse estrictamente como elemento de superficialidad, sino como complemento de finura de espíritu, de la distinción de sentimientos y de la enorme sensibilidad que un poeta como Oquendo ha de tener» (55-56). Como se observa, Meneses se cuida -al menos en este párrafo- de evitar la palabra dandismo. Pero esta espinosa palabra admite otras interpretaciones que la vinculan con la señalada paradoja entre «soledad» y «muchedumbre». En el ensayo «Beau Brummell o la apropiación de la irrealidad », Agamben observa las relaciones entre el dandismo y la poesía moderna. Sostiene allí que:

«[l]a actividad creativa y el creador mismo no pueden quedar exentos del proceso de enajenación. La emergencia en primer plano del proceso creativo en la poesía moderna y su imponerse como valor autónomo independientemente de la obra producida (Valéry: «pourquoi ne concevrait-on pas la production d une oeuvre d art comme une oeuvre d’art elle-meme ?») es una tentativa de cosificar lo no cosificable. Después de haber transformado la obra en mercancía, el artista se echa ahora la máscara inhumana de la mercancía y abandona la imagen tradicional del humano» (98). 

Esta reflexión -válida para poetas como Wilde o el mismo Baudelaire- ¿es válida también para Carlos Oquendo de Amat? No estamos aquí ante la broma racista que distingue al griego desnudo del peruano calato, sino ante la emergencia de la mercancía como fenómeno demoledor y a la vez homologador de aquellas sociedades incluidas en la invisible y férrea telaraña del mercado. Frente a este fenómeno, los matices diferenciales de reacción conforman rasgos de estilo que, en sí mismos, configuran procedimientos sui generis de creación. Es en consonancia con ellos que debemos advertir las diferencias, ya no de grado sino de percepción, entre las vanguardias europeas y las hispanoamericanas: si para aquéllas se trató de una respuesta (entusiasta o desesperada) frente a las demandas de un mercado cuyo procedimiento conocían por serles familiar; para éstas se trató, más bien, de la asimilación, entre sorprendida y desconfiada, de un mercado venido de afuera. De allí que el dandismo de ciertos espíritus europeos pueda ser advertido como una «elevación suprema al rango de cosa», a una autoinmolación cercana al sacrificio. Así lo entendió Baudelaire, quien supo ver en la conducta superficial y atrabiliaria del dandi el ascetismo de quien es capaz de vincularse con los objetos (la ropa de moda, por ejemplo) no por su utilidad, sino por una suerte de mana o ágalma que los distinguía de los otros. Lúcido hasta la contradicción, Baudelaire reconoce que el dinero (que tanta falta les hizo a él, a Oquendo y al propio Brummell) es indispensable para aquellos que hacen un culto de sus pasiones, pero advierte que la pasión por el dinero es propia de los «mortales vulgares». Es precisamente a estos mortales a los que atribuye el lugar común que ve en el dandismo un gusto desmesurado por el vestido y la elegancia material sin reparar en que «[e]sas cosas no son para el perfecto dandi más que un símbolo de la superioridad aristocrática de su espíritu» (1999, 378). El análisis de Baudelaire no se halla demasiado lejos de la interpretación de Meneses, para quien la elegancia de Oquendo fue una actitud que complementaba sus sentimientos y su enorme sensibilidad. Podría haber añadido su enorme espíritu de sacrificio. En el mencionado ensayo, Agamben propone que el ascetismo «inútil» del dandi Beau Brummell al crear nuevos nudos de corbata es equiparable al potlach de ciertas tribus norteamericanas estudiadas por Mauss. Esta equiparación -que insiste en el carácter sacrificial de conductas económicas no explicables por la teoría marxista- salda la comprensión que le debemos a Baudelaire, cuyo legado a la poesía moderna es, en palabras de Agamben, hacernos comprender «que la única manera de superar la mercancía era llevar hasta el extremo sus contradicciones, hasta el punto en que quedaría abolida en cuanto mercancía para restituir el objeto a su verdad» (97). ¿Estas palabras no entrañan la clave irónica de Oquendo al proponer su obra -vale decir, su mercancía- como 5 metros de poemas? 

Pero Agamben se anima a dar un paso más: la condición sacrificial del arte debe ser extremada hasta llegar a la verdadera desposesión: la del sujeto artista. Lejos de ofrecer una lectura solidaria del «je est un autre” rimbaldiano, Agamben recomienda tomarlo al pie de la letra: «la redención de las cosas no es posible sino al precio de hacerse cosa. Así como la obra de arte debe destruirse y enajenarse a sí misma para convertirse en una mercancía absoluta, así el artista-dandi debe convertirse en un cadáver viviente, constantemente tendido hacia un otro, una criatura esencialmente no humana y antihumana» (Agamben, 97-98).5 Los comentarios citados a este propósito de un Balzac («haciéndose dandy, el hombre se convierte en un mueble de boudoir, un maniquí extremadamente ingenioso») o de un Barbey d’Arevilly sobre Brummell («se elevó al rango de cosa») pierden su veneno peyorativo para convertirse en la meta más alta del artista moderno. Es aquí donde encuentran su conjunción los comentarios de Marx y Baudelaire: el privilegio del poeta es su capacidad de ser él mismo y otro (es decir, de enajenarse), de mantener intacta su soledad y, al mismo tiempo, abandonarse a esa muchedumbre que alimenta su afición al disfraz y a la careta. Bien mirada, esta conjunción hermana dos actividades sólo en apariencia opuestas: la del proletario y la del poeta. Salvo el verso «Todos los poetas han salido de la tecla U de la Underwood» -que invierte la relación de los poetas con los medios productivos presentándolos a la vez como obreros y mercancías textuales- ninguna de las dos actividades es enunciada explícitamente en los poemas de Oquendo. No se trata de un olvido ni, mucho menos, de una omisión: ambas actúan como un síntoma ideológico que nos recuerda constantemente que tanto el obrero como el poeta se ven obligados a entregar su productividad para recibir a cambio su reducción a objeto-mercancía. Esta alianza entre las víctimas más opuestas del capitalismo es subrayada por la obra de Oquendo, cuya exigüidad es un insolente rechazo al imperativo de producir por producir. Refiriéndose a la escritura del dandi, Giuseppe Scaraffia propone que en una sociedad como la capitalista «escribir y no hacer nada es la misma cosa; antes bien, el movimiento de la mano que escribe se convierte en caricatura del movimiento inherente a la producción industrial. El autor no produce nada con la escritura, no crea mercancías, sino un vago centelleo» (130). Tal vez la clave de la propuesta de Scaraffia resida en la palabra «caricatura»: del mismo modo que observamos en los dibujos de Grandville conductas que nos interpelan, la escritura de Oquendo es capaz de convertir su «vago centelleo» en una caricatura del trabajo industrial y en sutil denuncia de la reducción del obrero y del escritor a objeto-mercancía.

Es en ese paso de sujeto a objeto donde se produce la castración tal como la define Lacan: «Privamos al sujeto de su deseo, y a cambio enviamos a ese sujeto al mercado en donde se convierte en el objeto de una subasta general».6 Esta definición -que se sirve de la metáfora económica para poner en un mismo plano la castración y la enajenación- aclara las especulaciones de Agamben en relación a la inmolación del artista moderno y del proletario: los dos sufren una conversión de sujeto a objeto de intercambio, sólo que esa conversión es experimentada por el artista como una voluntad de extremar las contradicciones de la mercancía «hasta el punto en que quedaría abolida en cuanto mercancía para restituir el objeto a su verdad» {Agamben, 97).-- 

Estas reflexiones se adaptan al espíritu de dandis tan diversos como Baudelaire y Valdelomar: la distancia cínica que acompaña su desmedida «afición al disfraz y a la careta» revela la presencia de un deseo doble y contradictorio: el de sacrificarse hasta el punto de convertirse en objeto, y el de distinguir su singularidad hasta el punto de irritar a su público. Como toda contradicción, ésta también es fecunda, pues la distinción sólo puede ser obtenida mediante el sacrificio, y éste a través de una obra que lo respalde. Aunque la ironía del título roce ese deseo (o, por lo menos, lo haga consciente) el «valor» del objeto que llamamos 5 metros de poemas no podrá nunca ser determinado por el trabajo humano social invertido, sino por un sacrificio semejante al potlach donde se da porque se quiere perder. Esto lo supo ver Meneses al otorgarle un valor estético a la elegancia de Oquendo de Amat. A su modo, José Luis Ayala mitiga la misma contradicción en su empeño de mostrarnos a un Oquendo comprometido con el proyecto socialista. En ambos casos, los biógrafos nos presentan al descendiente de don Manuel Amat y Junyet, trigésimo primer virrey del Perú, como un empobrecido y orgulloso fláneur que supo estar solo entre multitud, un solitario que tomó la iniciativa de emprender «Su largo e interminable peregrinaje por las más tétricas y depresivas pensiones limeñas» (Meneses, 99), un alucinado capaz de renunciar a cualquier gasto para costear la edición de sus metros de poemas.7 Ahora lo sabemos: además de los ciclistas, también los poetas y los obreros venden imágenes económicas.

Tan pronto como nos sumergimos en las biografías de Oquendo aparece la desgracia. Ella cubre con una manto negro las relaciones con su madre hundida en la depresión y el alcoholismo, su temprana y dolorosa orfandad, la falta de oportunidades, la pobreza crónica, la persecución política, la enfermedad y la muerte. Que los 5 metros de poemas luzcan como un territorio impermeable a la desgracia podría parecer una paradoja si no fuera porque ese territorio es, también, el espacio donde se revela la voluntad de Oquendo por imponerse a ella. Versos como «se prohibe estar triste» («Mar») o «tuve miedo / y me regresé de la locura» («Poema del manicomio») son reveladores de esta voluntad: sólo puede prohibir la tristeza quien verdaderamente la conoce, sólo puede regresar de la locura quien se ha enfrentado con ella cara a cara. Como la del «claro y sencillo» Eguren, la grandeza de Oquendo no reside en la inocencia supuestamente infantil de sus poemas, sino en la desgracia y la melancolía que trasuntan sus imágenes a pesar de su frescura y su inocencia. Sabemos que al final de su vida Baudelaire expulsó a la alegría del palacio de la Belleza para invitar al misterio, a la desgracia y a «su ilustre compañera » la melancolía;8 Oquendo cometió otra audacia no menos riesgosa: la de invitar a la alegría y a la ternura para hacerlas convivir con el misterio y la desgracia. Si me preguntaran por qué la implacable criba del tiempo decidió dejar indemnes los 5 metros de poemas, respondería -entre otras razones igualmente válidas porque en ese libro la alegría y la ternura recuperan para nosotros un valor estético. Tanto Meneses como Ayala abundan en anécdotas, algunas de ellas legendarias, acerca del modo en que Oquendo supo sonreír ante el infortunio y la pobreza. No voy a repetirlas aquí, pero diré que su desprendimiento material fue consecuente con la desposesión de sí mismo: sin haberse elevado al estado de «cosa» (Oquendo, por suerte, no era Brummell) convirtió su propia obra en cosa y se inmoló a ella.9 Cuando digo «cosa» no me refiero, naturalmente, a un objeto vacío y carente de vida, sino a un objeto activo merecedor de toda-nuestra atención (como los dibujos de Grandville}, ·No a otra cosa nos referimos cuando hablamos de los 5 metrÓs de poemas como «libro-objeto», es decir como una cosa que exige -además de ser leída- vista, palpada, olida e incluso escuchada; como hacemos con cualquier mercancía que nos reclama y decide si somos o no merecedores de ella.

Resulta ilustrativo comparar el título de Oquendo con el de Oliverio Girondo Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922). Cuando Girando subraya, aunque sea irónicamente, la cantidad exacta de su producto («veinte»), su utilidad específica («para ser leídos») y el espacio concreto de su utilidad («el tranvía»), lleva a cabo lo que Baudrillard llama una «mediación práctica» según la cual el objeto, al ser utilizado para su fin específico, deja de ser objeto para convertirse en aquello para lo que fue creado: en este caso, un libro de poemas. El título de Oquendo, en cambio, no sólo se niega a explicar la utilidad de su producto, sino que se atreve a sugerir que no la hay. De este modo el producto, aún comprado, mantiene su condición de objeto cuyo aprovechamiento será socialmente tan inútil como disfrutar del cinematógrafo, pelar una fruta, o el poeta mismo.10 

El logro mayor de Oquendo fue el de intentar dejar de ser Oquendo para convertirse en mercancía (el reemplazo de su biografía real por su leyenda es una de las maneras que asume esa mercancía) y así perderse definitivamente en la muchedumbre. Tal vez no pudo lograrlo en vida, pero lo consiguió después de muerto: su «baño de multitud:» lo experimentó en Madrid, donde fue enterrado bajo la nieve, junto a otros cadáveres anónimos, en un cementerio cercano al hospital de Guadarrama. La leyenda de la camisa roja inventada por Vargas Llosa no hace más que subrayar un consecuente y desesperado gesto de singularidad; la leyenda que asegura que su tumba fue despedazada por los cañones de la guerra civil no hace más que radicalizar su ansiada «prostitución fraternitaria» (la frase es de Baudelaire) con la misma frente impersonal que se descubrirá Vallejo poco tiempo más tarde. ¿Por qué entonces el afán de Meneses en descubrir el lugar exacto de su cadáver y dotarlo de una tumba que lo singularice y lo haga, al fin, identificable? Esa misma pregunta me la hice varias veces en el invierno de 2004, mientras visitaba la tumba de Oquendo para dejarle unas flores. Pensé entonces que visitar su tumba -más que una concesión a la nostalgia o un tributo al fetichismo literario- significaba acercarme a la paradoja entre la «soledad» de Oquendo y la «muchedumbre» a la que pertenecen sus restos mortales. Pensé también que su particular dandismo se veía coronado en esa lápida tan austera y tan poco convencional como sus poemas, que los cinco ángulos de esa piedra donde están grabados los versos de Enrique Peña son los cinco metros de una poesía que seguirá siendo leída mientras existan lectores dispuestos a ser Carlos Oquendo de Amat.

NOTAS

1 Si la indagación de un destino más allá del destino movió a Meneses (escritor peruano afincado en España) a buscar el lugar exacto de su cadáver y a preocuparse por la instalación definitiva de su tumba en el cementerio de Navacerrada; la indagación de un       origen más allá del origen movió a Ayala (escritor afincado en Puno y paisano de Oquendo) a ofrecer el más generoso y amplio repertorio de documentos, testimonios y anécdotas relacionadas con el poeta. 

2 Citado por Mandel, 66.

3 La sorpresa de Sir Samuel Baker en el mercado de Nyoro responde a una situación muy distinta: la de comprobar la supervivencia de un tipo de intercambio basado exclusivamente en el valor de uso, es decir, en la capacidad decambio basado exclusivamente en    el valor de uso, es decir, en la capacidad delos objetos de satisfacer una necesidad humana. Ni el mercado de Nyoro ni losmercados andinos (que Oquendo tal vez frecuentaba) fueron -para emplearuna frase de Benjamín- «lugares de peregrinación al fetiche que    es la mercancía» (179). Para una lectura de las «Correspondencias» de Baudelaire como«una transcripción de las impresiones de extrañamiento producidas por unavisita a la Exposición Universal», ver: Agamben (85-92).

4 Cuando Valdelomar murió, Oquendo tenía apenas quince años y era estudiante del colegio Guadalupe. Pero algo de su espíritu sobrevivía en el Palais Concert, lugar que Oquendo frecuentaba hasta  el punto de ser considerado por sus amigos un «Palé». Su              primo Lizandro de Amat cuenta que allí «Carlos tenía sólo perlas de éter, no como adicto sino más bien como pose, tomaba una aguja, las pinchaba, se las llevaba a la nariz y decía, tengo la pasión más hermosa de la vida, la poesía; el vicio más barato que es una    perla de éter y he optado por la filosofía más riesgosa» (citado por Ayala, 162).

5 Agamben es muy cuidadoso en evitar el malentendido: «la polémica del arte moderno -explica- no se dirige contra el hombre, sino contra su contrahechura ideológica; no es antihumana, sino antihumanista» (106).

6 Esta definición de Lacan es citada por Zizek en un ensayo sobre la castración que parte de la lectura de los versos de Stefan George comentados por Heidegger: «Tan tristemente aprendí el renunciamiento: donde la palabra se quiebra ninguna cosa puede                haber». (Zizek, 204-209)

7 En un testimonio personal, Magda Portal cuenta lo siguiente: «El poeta puneño después de haber recorrido todo Lima y hecho la venta de sus 'bonos', entregó a Julio César Mariátegui parte del  costo total de la edición de su libro, el poeta aunque tenía una  terrible condición económica, sin embargo era incapaz de gastar un céntimo en su alimentación, amarrado en un pañuelo guardaba el dinero para su libro. En cierta ocasión llegamos a la pensión donde vivíamos varios poetas vanguardistas, el caso es que faltó      un poco de dinero para completar la compra de carne y hacer una parrillada, le pedimos a Oquendo que pusiera la cuota que le correspondía y Oquendo se negó: Primero la poesía y después la carne-dijo-.» (Citado por Ayala, 170).

8 En Mi corazón al desnudo Baudelaire escribe: «Yo no pretendo que la Alegría no pueda asociarse con la Belleza, pero sí afirmo que la Alegría es uno de sus adornos más vulgares; mientras que la Melancolía es, por así decirlo, su ilustre compañera, hasta el punto que no concibo (¿Será mi cerebro un espejo hechizado?) un tipo de Belleza donde no entre la Desgracia» (25).

9 Esta inmolación fue justamente celebraba por Vargas Llosa en su discurso de recepción del Premio Rómulo Gallegos (1967), al invocarlo como un ejemplo de escritor «que tuvo la lucidez, la locura necesarias para asumir su vocación como hay que hacerlo: como una diaria y furiosa inmolación» (93, las cursivas son mías). 

10 Sobre el tema del objeto abstraído de su función, ver: Baudrillard, 97-99.

OBRAS CITADAS

AGAMBEN, Giorgio: Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental. Trad. Tomás Segovia. Valencia: Pre-Textos, 2001.

AYALA, José Luis: Cien metros de biografía, crítica y poesía de un poeta vanguardista itinerante. De la subversión semántica a la utopía social. Lima: Editorial Horizonte, 1998.

BAUDELAIRE, Charles: Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos. Trad. Antonio Martínez Sarrión. Madrid: Editorial Visor, 1983.

-, Pequeños poemas en prosa. Trad. Anselmo Jover Peralta. Buenos Aires: Editorial Sopena, 1941.

-, «El dandi». Salones y otros escritos sobre arte. Trad. Carmen Santos. Madrid: Visor, La Balsa de la Medusa, 1999.

BAUDRILLARD, Jean: El sistema de los objetos. Trad. Francisco González Aramburú. Madrid: Siglo Veintiuno Editores, 1997.

BENJAMÍN, Walter: Poesía y capitalismo. Iluminaciones JI. Trad. Jesús Aguirre. Madrid: Taurus, 1999.

BUENO, Raúl: Poesía hispanoamericana de vanguardia. Procedimientos de interpretación textual. Lima: Latinoamericana Editores, 1985.

MANDEL, Ernest: Tratado de economía marxista. Tomo I. Trad. Francisco Díez del Corral. México Ediciones Era, 1969.

MENESES, Carlos: Tránsito de Oquendo de Amat. Las Palmas de la Gran Canaria: Inventarios provisionales, 1973.

MONTAUBAN, Jannine: «¿Por qué los hombres andarán oblicuos sobre la pared? La parodia vanguardista en 5 metros de poemas de Carlos Oquendo de Amat». Dedo crítico, Revista de Literatura 11 (2005): 71-77.

OQUENDO DE AMAT, Carlos: 5 metros de poemas. [Edición fascimilar] Lima: Ediciones Copé, 1980.

SCARAFFIA, Giuseppe: Diccionario del dandi. Trad. Francisco Campillo. Madrid: Antonio Machado Libros, 2009.

VARGAS LLOSA, Mario: «La literatura es fuego». Nuevo Mundo 17 (1967): 93-95.

ZIZEK, Slavoj: ¡Goza tu síntoma! Jacques Lacan dentro y fuera de Hollywood. Trad. Horacio Po ns. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 1994.

 

FUENTE:http://www.cervantesvirtual.com/research/cuadernos-hispanoamericanos-55/213222.pdf.  Visitado y copiado el 10/07/2017.

Otros:

https://books.google.fr/books?id=4H7wahYGQYYC

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